martes, 13 de julio de 2010

Sí uno pudiera decir siempre lo qué piensa. Sí a veces no estuvieran tan divorciadas las cosas qué decimos de las qué pensamos. Cuando hacemos lo qué decimos, y decimos lo qué sentimos, es mucho mejor. Pero a veces nos sentimos presionados, presionados por esos rostros invisibles y a la vez tan claros qué nos rodean.
Nos dan miedo. Nos da miedo hacer el ridículo.
¿Qué pensará de mí?, ¿Habrá sonado muy tonto lo qué dije?. Esas preguntas son comunes en cualquier persona, desde la más segura hasta la qué menos autoestima tiene.
Pero ¿Por qué tenemos qué preocuparnos tanto por lo qué los otros piensen?, al fin y al cabo.Quién tiene la palabra decisiva para decir ¿Qué algo esta mal o bien?, ¿Qué algo es tonto o interesante?, Nadie.
Todos están tan sugestionados por la opinión del mundo cómo nosotros mismos, y sí sólo pudiéramos ver eso, ver qué los otros qué quizás parecen y actúan con tanta seguridad se sienten a veces, tan olvidados e insignificantes cómo cualquier otro.
Sí pudiéramos darnos cuenta de ese leve detalle, quizás, ahí de verdad podríamos decir con toda sinceridad lo qué sentimos, y sólo en ese momento cuándo ya no quede más qué ocultar y nuestros sentimientos dejen su prisión de vergüenza podamos sentirnos cómo es debido, libres y felices de poder hacer lo qué realmente queremos y decir lo qué realmente queremos.

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